El escándalo de News of the World ha encendido el debate sobre los métodos que emplean algunos medios de comunicación para conseguir audiencia.
La desaparición de la polémica y veterana publicación y el caos que ha provocado en el imperio de Rupert Murdoch y en la prensa británica nos invitan a evaluar nuestros modelos éticos.
News of the World apostó por no justificar recursos en pos de un objetivo: conseguir exclusivas para incrementar el negocio; y lo logró. Pero su falta de escrúpulos no sólo ha acabado con la gallina de los huevos de oro, sino que también ha puesto en tela de juicio la credibilidad de los medios de comunicación y de los propios periodistas.
Lo ocurrido en esta triste y apasionante historia, que puede hallarse en su primer capítulo, no deja de resultar irónico y ejemplar. La misma corporación que elevó la publicación a altas cotas de negocio ha provocado su cierre, y los mismos políticos que miraban hacia otro lado para congraciarse con el grupo editor se muestran inflexibles para que no les salpique su pasividad. Todos rivalizan ahora en su oposición a unos métodos que nadie denunciaba, aunque parecían evidentes. La propia opinión pública, los lectores, colaboraron al multiplicar las ventas del tabloide.
Sin embargo, es fundamental destacar que este escándalo ha revelado músculo democrático en Gran Bretaña. Se han puesto en marcha los mecanismos para el castigo legal y social de los responsables de las escuchas ilícitas sin dañar la salud de la libertad de información, histórica en ese país. Y aún más, fue un periodista y el propio ámbito mediático quienes destaparon las malas prácticas de la publicación sensacionalista. Me pregunto qué hubiera ocurrido en España. Es verdad que, aunque anémicos de ética, los tabloides –que aquí no existen– apuntan maneras en otros soportes. El más vistoso, desde luego, se halla en la pequeña pantalla.
Y, aunque no se pone en duda nuestra democracia, nuestros políticos sí aprovechan la debilidad de los medios de comunicación para extender unas prácticas que limitan la libertad de información y el papel del periodista. Un ejemplo lo constituyen las conferencias de prensa sin preguntas, o la extensión de los denominados bloques electorales, en tiempos de campaña, a las televisiones privadas. Tampoco tienen sentido alguno en las públicas. Es pura publicidad, el periodista se limita, prácticamente, a minutar unos mensajes que, por cierto, suscitan escaso interés.
¿Y ahora qué? Es la gran preocupación de los periodistas, no sólo británicos: la onda expansiva del caso Murdoch puede alcanzarnos en esta globosfera mediática. Instaurar mecanismos de control para agrandar la delgada línea roja entre la libertad de información y la protección al honor, el interés público, sólo afectaría negativamente al derecho de los ciudadanos que se pretende amparar, el de recibir una información libre, rigurosa y de calidad.
Es el momento de poner a prueba nuestra unidad, como gremio que defiende y precisa unas condiciones profesionales para el buen ejercicio, después de una actuación tan indecente como ilegal. No sólo está en juego el futuro de la agresiva independencia de la prensa británica, sino que también puede achicarnos frente a un poder político que tampoco ha estado a la altura de las circunstancias en este escándalo.
Una prensa valiente frente al poder establecido, pero con altura moral, es esencial en una sociedad libre. No se trata de cumplir la norma a rajatabla. Ningún reportero hubiera entrado en Libia cuando comenzó el conflicto con una prohibición expresa del presidente Gadafi. Tampoco se hubiera destapado el caso Watergate ni otros muchos casos de corrupción. El periodismo es en sí mismo osado, pero, cuando se ejerce sin escrúpulos, sin conciencia y deshumanizado daña el derecho de los ciudadanos a una información rigurosa y empobrece la democracia.
La ética profesional constituye el pilar de este oficio, clave en nuestra sociedad. Ahora más que nunca, en medio de la maraña de información que circula por la red. Ni la primicia ni la audiencia son excusas para actuar sin escrúpulos, especialmente cuando se trata de un profesional de la información del que se espera la verdad. Y la crisis de los medios no se resuelve con un periodismo sin calidad, sino con todo lo contrario. Es el valor añadido que debe ofrecer este oficio. Las dietas a las que se han sometido las redacciones no facilitan las cosas. Y es la única solución que han ofrecido los editores a la crisis.
La autorregulación responsable es el gran reto al que nos enfrentamos periodistas y medios de comunicación. Se trata de un compromiso que afecta a todos los sectores sociales, pero es nuestro papel ejecutarlo. Y, seguramente, ha sido la ausencia de responsabilidad en esa autorregulación el gran fallo en Reino Unido, pionero en la eliminación de la censura. Como apunta Peter Preston en The Guardian, un mecanismo político sólo incrementará la pérdida de autoridad de los medios, bastante ideologizados ya.
Los jueces y nuestro Código Penal ofrecen la mejor respuesta para un ejercicio del periodismo sin restricciones éticas ni profesionales.
El caso Murdoch ha dejado en evidencia algo que ya sabíamos: la connivencia entre el poder y la prensa no ofrece frutos sanos. Ha puesto en valor la independencia. Muchos debates periodísticos podrían ganar en contenido y originalidad si aplicaran esta máxima. Pero este escándalo aporta más pedagogía. Es insana y arriesgada la concentración de medios en las mismas manos, el latifundio mediático.
Desde luego, disponemos de motivos para la crítica, pero también para la autocrítica. Todos tenemos la oportunidad de aprender la lección de este Ciudadano Kane que un día se creyó intocable y de unos políticos que aprovecharon la coyuntura.
Periodistas y medios, a nuestros zapatos. Y aviso a navegantes: también aquí la ética de barro derriba imperios.
Foto: Periodismo para periodistas